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lunes, 11 de enero de 2010

SAN PAULINO DE AQUILEA




Dicen que era hijo de pastores y que cuidaba rebaños al pie de los Alpes en su Friul natal, y de él sabemos que era menudo de cuerpo. Por obra del estudio Paulino se fue haciendo muy grande en saber, y su fama llegó al corazón de la Europa carolingia, Aquisgrán, donde el emperador de la barba florida convocaba a los hombres más eminentes de su tiempo.
En la corte de Carlomagno será íntimo amigo de Alcuino de York, otra de las lumbreras de Aquisgrán, enseña gramática y maravilla a todos por su ciencia, su piedad y lo afable de su trato. El gran Alcuino se declara inconsolable cuando le ve partir, su ausencia es para él como una soledad rota por las cartas que vienen de Italia.
Porque acabaron por nombrarle obispo de Aquilea, cerca del Adriático, la misma tierra en que nació, tierra fronteriza de la fe y la cultura que siglos atrás había devastado el propio Atila. Obispo con función de baluarte, destinado a la primera línea, «centinela de las puertas de la ciudad de Dios», según palabras de su amigo el anglosajón.
Paulino evangeliza a los bárbaros que tenía más próximos, vela celosamente por la pureza de la fe - él es quien combate el adopcionismo nacido en tierras españolas--y deja tan buen recuerdo que a su muerte la Iglesia le eleva a los altares. Quizá su vocación le empujaba a quedarse en la docta y resguardada Escuela Palatina, entre amigos, aprendiendo y enseñando, pero por obediencia se metió en el fragor de la actividad pastoral, y volvió como en su niñez a apacentar turbulentos rebaños, haciéndose maestro en el más difícil de los ejercicios de esta vida, ser bueno y gobernar bien.