En la persona del obispo Policarpo tenemos al postrer testigo de la edad apostólica que, el 23 de febrero del año 155, subía a la hoguera en medio del teatro de Esmirna, en presencia de todo el pueblo. Policarpo había sido discípulo de Juan. Había visto con sus propios ojos y oído con sus propios oídos a aquel cuyas manos tocaron el Verbo de vida, y había escuchado del discípulo que Jesús sentía predilección por el mandamiento nuevo del amor fraterno.
Quizá fue el mismo San Juan quien nombró Obispo de Esmirna, esta bella ciudad asiática, asentada a la ladera del monte Pagus y bañada por el mar Egeo, a Policarpo. Desde su Sede dirigía, con gran amor y sabiduría, a su grey por los caminos del verdadero Evangelio y les alentaba para que no se dejaran nunca inficcionar por la herejía y para que fueran valientes para defender a Jesucristo contra los paganos si llegaba la hora de probar su fe.
Si quisiéramos resumir la vida de este hombre, de este gran obispo, habría que hacerlo en una sola palabra: Amor. Amó y supo enseñar el amor único y verdadero. Todo lo demás debía, decía él, ser colocado al servicio de este Amor... Dentro de este pentagrama deben colocarse todas las notas - léase toda la vida - del verdadero cristiano. De cuando en cuando decía a sus ovejas: "Todo el que no confesare que Jesucristo ha venido en carne, es un anticristo, y el que no confesare el testimonio de la cruz, procede del diablo, y el que torciere las sentencias del Señor en interés de sus propias concupiscencias, ése tal es primogénito de Satanás"...
Todos sabían de la gran bondad y tierno corazón de Policarpo. Él es duro consigo mismo, pero muy suave y dulce para con los demás, menos con los que intentan sembrar el error entre sus ovejuelas. De sus labios brotan palabras de amor y cariño y no sólo palabras sino hechos maravillosos a favor de los pobres y enfermos. A todos atiende con caridad sin igual y como si del mismo Maestro se tratara.
A veces hasta los niños quedaban extasiados escuchando sus ardorosas palabras. Uno de estos niños, que no pierde ni palabra de cuanto oye a este ya anciano venerable, se llama Ireneo que llegará a ser obispo de Lyón y gran Padre de la Iglesia. En su cuadernillo de notas, este discípulo aprovechado escribió y nos transmitió hasta nosotros estas hermosas frases de su maestro y padre en la fe: "Cristo es el que levantó sobre la cruz nuestros pecados". "Cristo es nuestra esperanza y prenda de nuestra salvación". "Cristo es el que soportó todo por nosotros"... Eran palabras hermosas que poco después las confirmará tratando de dar testimonio de ellas con su sangre.
Por eso, en el relato que los cristianos de Esmirna legaron sobre la muerte de su obispo, volvemos a hallar algo de la serenidad y ternura propias de los escritos de Juan.
Comoquiera que el procónsul le presionase a Policarpo para que renegase de Cristo, le respondió: «Hace ochenta y seis años que le sirvo y jamás me ha hecho ningún mal. ¿Por qué, pues, he de blasfemar de mi Rey y Salvador?» Atado al poste del patíbulo, oraba del siguiente modo: «Dios de todas las criaturas, te bendigo porque me has juzgado digno de este día y de esta hora, digno de ser contado en el número de los mártires y de participar en el cáliz de tu Cristo, para resucitar a la vida eterna en alma y cuerpo en la incorruptibilidad del Espíritu Santo».
Era un anciano lleno de virtud, saber y experiencia envuelto en una particular veneración por haber sido discípulo del propio san Juan Evangelista; en pleno siglo II había, pues, conocido a uno de los apóstoles del Señor, nadie podía dejar de recordarlo, y se le llamaba «padre de los cristianos» incluso entre los que no lo eran. San Jerónimo, más enfáticamente, le nombra como «príncipe del Asia».
Fue un gran obispo de Esmirna, y su nombre griego, que en castellano puede traducirse por «fruto abundante», parecía en él más adecuado que en cualquier otro por sus obras de caridad.
En carta a los cristianos de Filipos, les recomienda la obediencia.
Ya octogenario emprendió un viaje a Roma para hablar con el papa Aniceto y consultarle cuestiones de liturgia, en el año 155, especialmente del día de la Pascua. Y el Papa le hace presidir una celebración eucarística y a su regreso tuvo que enfrentarse con la persecución.
Según san Eusebio, tres días antes de que le prendieran tuvo una visión en la que su almohada era consumida por el fuego, y entonces anunció a los que estaban con él: «Me quemarán vivo» (siglos más tarde en recuerdo de esta almohada san Policarpo era invocado contra el dolor de oídos).
Descubierto en su escondite, no lejos de la ciudad, fue conducido a Esmirna, y allí las autoridades le pidieron que blasfemara, que maldijera a Cristo (¡qué moderna parece la petición!). Ante su negativa, se le ató a un palo entre leña en medio de un estadio al que había acudido la multitud para ver cómo moría un obispo de aquella secta.
Al encenderse la hoguera, las llamas, sin tocarle, le rodearon «como una vela de navío hinchada por el viento», y hubo que darle muerte con una espada. Dicen que de su cuerpo brotó tanta sangre que apagó el fuego, y que el cadáver, sin la menor quemadura, tenía el mismo color que el pan cocido y desprendía un perfume a incienso y mirra.
Santoral preparado por la Parroquia de la Sagrada Familia de Vigo