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jueves, 10 de junio de 2010

SAN BERNABÉ S. I

El chipriota, a quien conocemos con el nombre de Bernabé, se llamaba José. Parece que se hizo cristiano poco después de Pentecostés. En cualquier caso, tomó en seguida en serio el Evangelio, vendió el campo que poseía y entregó su importe a los Apóstoles (Hech 4, 36). Estos le llamaron Bernabé, es decir «el que sabe consolar y exhortar».
El nombre describe al hombre, al cual se le ve surgir siempre que hay que apaciguar un conflicto o conciliar puntos de vista encontrados. Si acertaba en esto, no era tanto porque poseyera un temperamento afable, sino porque en verdad era un «hombre lleno de Espíritu Santo y de fe». Bernabé no dudó nunca en patrocinar los primeros pasos de Pablo en una comunidad que mantenía sus reservas respecto a aquél convertido, cuya hostilidad anterior no olvidaba. Fue Bernabé quien acudió a buscar a Pablo a Tarso y le condujo a Antioquía. Ambos parten juntos a la primera misión de evangelización de las costas meridionales del Asia Menor. Después del concilio de Jerusalén, el año 49, sobrevendrá un desacuerdo entre los dos Apóstoles en relación con Marcos, y en lo sucesivo seguirá cada uno su propio camino.
Bernabé retornará a Chipre (Hch 15, 39), donde, según la tradición, sufrió el martirio cerca de Salamina. Aunque no fuera uno de los doce apóstoles originales, a San Bernabé se le llama a menudo apóstol por su estrecha asociación con los dirigentes de la Iglesia primitiva.
Qué nombre tan maravilloso: «el que sabe consolar y exhortar» y animar. La palabra animar significa dar esperanza, y qué podría ser más maravilloso que traer esperanza a un mundo carente de ella.
El mensaje del evangelio cristiano es esencialmente el de la esperanza. Pese a lo desapacibles que parezcan las cosas ahora mismo, por mucho dolor y pena que estemos soportando. San Pablo nos recuerda: «. la tribulación produce la paciencia; la paciencia, una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones  » (Romanos, 5:3-5).
De las tres virtudes principales (fe, esperanza y amor), la esperanza es, la más estrechamente relacionada con esta vida. La esencia de la esperanza es la confianza en las cosas invisibles y en el amor de un Dios invisible. Una vez que dejemos este mundo, lo que está oculto nos será revelado y, por tanto, ya no tendremos necesidad de esperanza. Pero hasta que llegue ese día, la esperanza nos permite decir, como Robert Browning: «La alondra está en el alero; / El caracol en el espino: / Dios está en el cielo... / Todo está bien en el mundo.»
Preparado por la Parroquia de la Sagrada Familia de  Vigo