domingo, 10 de enero de 2010

Fiesta del Bautismo del Señor


Fiesta del Bautismo del Señor
Durante la Navidad hemos celebrado el misterio de un Dios que se hace Niño. Podría sorprender que el último día de Navidad pongamos nuestra mirada en Jesús adulto. En realidad, el bautismo de Cristo supone el final de su vida escondida y el inicio de su vida pública. En él se manifiesta claramente la identidad y la misión del Niño de Belén. El bautismo nos indica las consecuencias últimas de la encarnación: el Hijo de Dios ha asumido nuestra naturaleza pecadora, ha cargado sobre sus espaldas con nuestros pecados y con sus consecuencias, nos ha revelado el misterio de Dios Trinidad y nos ha abierto el camino de la vida eterna. Así, el bautismo se convierte en profecía del destino último del Señor, de su pasión, muerte y resurrección para el perdón de los pecados.
Juan bautizaba en «Betania, al otro lado del Jordán» (Jn 1,28. En la actual Jordania. Localidad distinta de la Betania cercana a Jerusalén, donde estaba la casa de Lázaro). Un lugar profundamente simbólico. Por allí cruzaron los patriarcas en cada uno de sus viajes entre Mesopotamia y Canaán. Cerca de allí Jacob luchó con el ángel, que le cambió su nombre por Israel. Se encuentra a los pies del Monte Nebo, desde el que Moisés divisó la Tierra Prometida, antes de morir. Por allí penetraron los judíos, guiados por Josué, en la tierra de promisión. Y desde allí el profeta Elías fue arrebatado al cielo, al terminar su misión. Así, el bautismo de Juan relaciona la próxima manifestación del Mesías con los grandes acontecimientos de la historia de Israel: los patriarcas, el Éxodo y los profetas. Además, no podemos olvidar que se encuentra junto a la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto, en el lugar más bajo de la tierra, a unos 300 m. bajo el nivel del mar. Hasta allí desciende Jesús, a lo más hondo, a lo más estéril, a lo más muerto, ocupando el último lugar.
Juan predicaba la conversión, invitando a la penitencia, y la gente se hacía bautizar «confesando sus pecados» (Mt 3,6). Jesús se somete a este rito (con escándalo del mismo Juan), para que se cumpla todo lo que Dios ha dispuesto (cf. Mt 3,15). Precisamente entonces se abren los cielos, se derrama el Espíritu Santo y Jesús es declarado Hijo por la voz del Padre (cf. Mt 3,16-17 y paralelos). El momento en que esto sucede nos explica qué tipo de Mesías es Jesús y cuál es su misión: es el siervo de YHWH que carga con los pecados del pueblo, tal como lo cantó Isaías.
Jesús es llamado por el Padre su «Hijo amado». La palabra utilizada es pais, que puede significar tanto hijo joven, como siervo. Como si dijera: «Éste es mi muchacho», utilizando una palabra ambigua a propósito. Encontramos aquí un eco del salmo 2, de contenido mesiánico: «Tú eres mi Hijo» (Sal 2,7) así como de los cánticos del siervo: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo, a mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él» (Is 42,1). En el momento en que Jesús inaugura su misión, se nos presenta con los rasgos del rey davídico, al mismo tiempo que con los del profeta-siervo, que quita el pecado del mundo (Jn 10,36) y carga sobre sus espaldas nuestros dolores. No se distancia de nuestra historia, de nuestras miserias. Por el contrario, desciende hasta lo más bajo, ocupa el último lugar y se hace solidario con nosotros hasta las últimas consecuencias. De ahí que Cristo tenga que recibir un bautismo final que le angustia, que es su muerte violenta (Lc 12,49-50) y que nuestro bautismo sea participación en su misterio pascual (Rom 6).
El mismo Espíritu que lo consagra, después lo empuja al desierto, donde es tentado (Mt 4,1). Su tentación se refiere, precisamente, a la manera de entender su mesianismo. Satanás le presenta otros modelos (Mt 4,1-11), distintos del que ha recibido de Dios, tal como se ha manifestado en el bautismo. Dios le pide el servicio, el sufrimiento y la obediencia. El demonio le ofrece el triunfo, el poder y la gloria humana. Es la misma tentación que se presentará en otros momentos de su vida (Lc 4,13), principalmente en la Cruz (Mt 27,40-43). Dios no elimina la libertad ni las responsabilidades de sus siervos. Jesús supera las tentaciones no usando de Dios para sus propios planes, sino sirviendo obediente a los planes de Dios, fiándose del Padre. Se abandona, confiadamente, en sus manos; a pesar de que el papel del siervo sufriente no sea claro y parezca condenado al fracaso: «Aprendió sufriendo a obedecer» (Hb 5,7-8). El Catecismo (nn. 438 y 536) nos ofrece una apretada síntesis de la teología del bautismo del Señor:
Su eterna consagración mesiánica [de Jesús] fue revelada en el tiempo de su vida terrena en el momento de su Bautismo por Juan cuando “Dios le ungió con Espíritu Santo y con poder” (Hch 10,38) “para que él fuese manifestado a Israel” (Jn 1,31) como su Mesías. El Bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente. Se deja contar entre los pecadores (cf. Is 53,12); es ya “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29); anticipa ya “el bautismo” de su muerte sangrienta (cf. Mc 10,38; Lc 12,50). Viene ya a “cumplir toda justicia” (Mt 3,15), es decir, se somete enteramente a la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados (cf. Mt 26,39). A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo (cf. Lc 3,22; Is 42,1). El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a “posarse” sobre Él (Jn 1,32-33; cf. Is 11,2). De Él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su Bautismo “se abrieron los cielos” (Mt 3,16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación.
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.