El ilustre historiador cardenal Baronio llamó a nuestro Santo "la lumbrera del siglo XI y la Estrella de Inglaterra".
Anselmo de Aosta, Anselmo de Bec o Anselmo de Cantorbery son los tres nombres que ha solido recibir aquel en quien se debe reconocer al iniciador del pensamiento medieval. El primero de ellos hace alusión a su nacimiento en el Piamonte (1033), el segundo, a su vida monástica en tierra normanda (1063-1090) y el tercero a su episcopado en Inglaterra (1093-1109).
Nació en la ciudad de Aosta, en el Piamonte italiano el 1033. Su padre se llamó Gondulfo y era ambicioso, apasionado. Su madre de origen quizá menos noble pero enriquecida con muchas dotes sobrenaturales y, sobre todo, muy buena educadora y una excelente cristiana. Ella fue quien mayormente influyó en la formación del pequeño como después lo recordará él mismo con gran alegría.
También los monjes benedictinos tendrán gran parte en la formación de su espíritu. Llegará a decir más tarde: "Todo lo que soy se lo debo a mi madre y a los monjes benedictinos".
Pidió ser admitido religioso y vistió el hábito a los veintisiete años en el Monasterio de Bec, en Normandía. Pocos años después era nombrado Prior y después Abad de aquel célebre Monasterio. El ejemplo que en todo daba Anselmo era maravilloso. Se entregó a servir a todos con gran caridad. Se sentía feliz entregado a la oración y al estudio.
Los años que pasó como Abad en Bec fueron verdaderamente fecundos. Se entregó de lleno a su misión de Padre bondadoso y de alentador de cuantas obras se realizaban en el Monasterio, pero aún le quedaba tiempo para escribir, y dar clases.
Era un profundo filósofo, teólogo y conocedor de las ciencias de su tiempo, llegando a ser uno de los Padres más importantes de la Edad Media. Amaba tiernamente a la Virgen María y sobre Ella, escribió preciosos tratados. Se le llamó "el segundo San Agustín", tan profundo era en sus escritos y en sus clases. Escribió el Proslogion, con el célebre argumento ontológico para demostrar la existencia de Dios.
A la muerte de su gran amigo y compatriota Lanfranco de Pavía, también procedente de Bec, le sucedió como arzobispo de Canterbury.
Las paradojas de su personalidad son profundas y sugestivas; así, el monje piadosísimo, dulce y humilde, será de hierro en la enconada pugna con los reyes ingleses Guillermo II y Enrique I por la cuestión de las investiduras, fue desterrado en dos ocasiones y, como alguien ha dicho, retrasó en varios siglos la separación de Roma.
Es una de las figuras más atractivas por su don de gentes, al mismo tiempo que uno de los obispos que, a lo largo de los siglos, ha luchado con mayor denuedo por arrancar a la Iglesia de las manos de los poderosos: "Dios – dice este contemporáneo del papa Gregorio VII - nada desea tanto como la libertad de su Iglesia».
Pero por encima de todo, el nombre de Anselmo es el de un hombre de Dios, de "ese Ser tan perfecto que no se puede concebir nada mejor que él". El niño que soñaba con escalar las más elevadas montañas para hallar a Dios en sus cumbres anunciaba ya al monje y al obispo cuyo empeño total consistiría en «intentar comprender lo que creía», investigando las profundidades de la sabiduría de Dios, no por satisfacer un hambre desmesurada de conocimientos, sino por descubrir el sabor inefable de la verdad: «Dios mío, te suplico que hagas que te conozca, te ame y encuentre mi felicidad en ti».
Teólogo que es todo sensibilidad y calidez afectiva, y que piensa a partir de la fe como quien basa un edificio en cimientos inconmovibles "Quiero comprender algo de la verdad que mi corazón cree y ama, no quiero comprender para creer, sino que creo para poder comprender".
Defendió también la Inmaculada Concepción de la Virgen, por lo cual es con san Bernardo uno de los «capellanes de Nuestra Señora».
Será el primero, abriendo el camino a la escolástica, que requiera el uso sistemático de la razón para completar la fe cristiana.
El místico es más duro que nadie cuando hay que serlo, el santo de las tiernas efusiones cordiales opina que es negligencia desdeñar las luces humanas, a las que así dignifica, y que también son dones de Dios, con el fin de iluminar la fe. Murió en Canterbury sobre un lecho de cenizas el 21 DE ABRIL de 1109.
Sus escritos filosóficos y teológicos le merecieron el título de Doctor de la Iglesia.
Anselmo de Aosta, Anselmo de Bec o Anselmo de Cantorbery son los tres nombres que ha solido recibir aquel en quien se debe reconocer al iniciador del pensamiento medieval. El primero de ellos hace alusión a su nacimiento en el Piamonte (1033), el segundo, a su vida monástica en tierra normanda (1063-1090) y el tercero a su episcopado en Inglaterra (1093-1109).
Nació en la ciudad de Aosta, en el Piamonte italiano el 1033. Su padre se llamó Gondulfo y era ambicioso, apasionado. Su madre de origen quizá menos noble pero enriquecida con muchas dotes sobrenaturales y, sobre todo, muy buena educadora y una excelente cristiana. Ella fue quien mayormente influyó en la formación del pequeño como después lo recordará él mismo con gran alegría.
También los monjes benedictinos tendrán gran parte en la formación de su espíritu. Llegará a decir más tarde: "Todo lo que soy se lo debo a mi madre y a los monjes benedictinos".
Pidió ser admitido religioso y vistió el hábito a los veintisiete años en el Monasterio de Bec, en Normandía. Pocos años después era nombrado Prior y después Abad de aquel célebre Monasterio. El ejemplo que en todo daba Anselmo era maravilloso. Se entregó a servir a todos con gran caridad. Se sentía feliz entregado a la oración y al estudio.
Los años que pasó como Abad en Bec fueron verdaderamente fecundos. Se entregó de lleno a su misión de Padre bondadoso y de alentador de cuantas obras se realizaban en el Monasterio, pero aún le quedaba tiempo para escribir, y dar clases.
Era un profundo filósofo, teólogo y conocedor de las ciencias de su tiempo, llegando a ser uno de los Padres más importantes de la Edad Media. Amaba tiernamente a la Virgen María y sobre Ella, escribió preciosos tratados. Se le llamó "el segundo San Agustín", tan profundo era en sus escritos y en sus clases. Escribió el Proslogion, con el célebre argumento ontológico para demostrar la existencia de Dios.
A la muerte de su gran amigo y compatriota Lanfranco de Pavía, también procedente de Bec, le sucedió como arzobispo de Canterbury.
Las paradojas de su personalidad son profundas y sugestivas; así, el monje piadosísimo, dulce y humilde, será de hierro en la enconada pugna con los reyes ingleses Guillermo II y Enrique I por la cuestión de las investiduras, fue desterrado en dos ocasiones y, como alguien ha dicho, retrasó en varios siglos la separación de Roma.
Es una de las figuras más atractivas por su don de gentes, al mismo tiempo que uno de los obispos que, a lo largo de los siglos, ha luchado con mayor denuedo por arrancar a la Iglesia de las manos de los poderosos: "Dios – dice este contemporáneo del papa Gregorio VII - nada desea tanto como la libertad de su Iglesia».
Pero por encima de todo, el nombre de Anselmo es el de un hombre de Dios, de "ese Ser tan perfecto que no se puede concebir nada mejor que él". El niño que soñaba con escalar las más elevadas montañas para hallar a Dios en sus cumbres anunciaba ya al monje y al obispo cuyo empeño total consistiría en «intentar comprender lo que creía», investigando las profundidades de la sabiduría de Dios, no por satisfacer un hambre desmesurada de conocimientos, sino por descubrir el sabor inefable de la verdad: «Dios mío, te suplico que hagas que te conozca, te ame y encuentre mi felicidad en ti».
Teólogo que es todo sensibilidad y calidez afectiva, y que piensa a partir de la fe como quien basa un edificio en cimientos inconmovibles "Quiero comprender algo de la verdad que mi corazón cree y ama, no quiero comprender para creer, sino que creo para poder comprender".
Defendió también la Inmaculada Concepción de la Virgen, por lo cual es con san Bernardo uno de los «capellanes de Nuestra Señora».
Será el primero, abriendo el camino a la escolástica, que requiera el uso sistemático de la razón para completar la fe cristiana.
El místico es más duro que nadie cuando hay que serlo, el santo de las tiernas efusiones cordiales opina que es negligencia desdeñar las luces humanas, a las que así dignifica, y que también son dones de Dios, con el fin de iluminar la fe. Murió en Canterbury sobre un lecho de cenizas el 21 DE ABRIL de 1109.
Sus escritos filosóficos y teológicos le merecieron el título de Doctor de la Iglesia.