Cuarenta días antes de la Exaltación de la santa Cruz, celebramos la Transfiguración del Señor la fiesta era ya conocida en Oriente desde el siglo V.
La liturgia evocaba ya, el segundo domingo de Cuaresma, la Transfiguración, que se asemeja en más de un detalle al Bautismo del Señor. la nube que envuelve a Jesús, la voz del Padre que le señala como a su Hijo Amado son una repetición de la manifestación del jordán. Aquí se añade la presencia de Moisés y Elías, como aportación del testimonio de la Ley y los Profetas, de los que Jesús dirá más tarde que habían profetizado su muerte y resurrección (Lc 24, 26-27). Ahora bien, la finalidad de la Transfiguración era precisamente el «fortalecer la fe de los Apóstoles, para que sobrellevasen el escándalo de la cruz». Mas la Transfiguración, al igual que el Bautismo, es también un adelanto de la «perfecta adopción» que convertirá a todos los creyentes en hijos de Dios y coherederos con Cristo, Jesús «alentó la esperanza de la Iglesia al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo» de la Iglesia, cuando se manifiesto en su gloria. La visión ofrecida a los Apóstoles contiene las primicias de aquélla en la que «Ve a Cristo tal cual es». La Eucaristía nos prepara, ya desde ahora, a «transformarnos en la imagen del Hijo, cuya gloria nos ha manifestado».
Algunos Santos Padres aportan una curiosa interpretación a la Transfiguración. Jesús, dicen, siempre estaba transfigurado, su divinidad irradiaba siempre a través de la envoltura de la naturaleza humana, su rostro siempre estaba resplandeciente--"ese halo luminoso que despiden las almas más santas"--, pero los discípulos, enredados en problemas de preeminencias, enfrascados en pequeños detalles, mezclados entre las multitudes, entretenidos en pequeñas cosas, no podían vislumbrar el brillo del rostro de Jesús.
Bastó que dejaran el espesor del valle, que subieran a la montaña, que dejaran aparte sus minúsculas preocupaciones, que se purificaran los ojos, que miraran más fijamente, sin estorbos, al rostro de Jesús, para que descubrieran el fulgor de su mirada, el rostro siempre radiante de Jesús.
Dice un autor que si el hombre mirara con frecuencia al cielo, acabarían naciéndole alas. Y otro más prosaico afirma que al que sólo mira al suelo le salen cuatro patas. Pero Dios nos dio los ojos para mirar a lo alto.
La liturgia evocaba ya, el segundo domingo de Cuaresma, la Transfiguración, que se asemeja en más de un detalle al Bautismo del Señor. la nube que envuelve a Jesús, la voz del Padre que le señala como a su Hijo Amado son una repetición de la manifestación del jordán. Aquí se añade la presencia de Moisés y Elías, como aportación del testimonio de la Ley y los Profetas, de los que Jesús dirá más tarde que habían profetizado su muerte y resurrección (Lc 24, 26-27). Ahora bien, la finalidad de la Transfiguración era precisamente el «fortalecer la fe de los Apóstoles, para que sobrellevasen el escándalo de la cruz». Mas la Transfiguración, al igual que el Bautismo, es también un adelanto de la «perfecta adopción» que convertirá a todos los creyentes en hijos de Dios y coherederos con Cristo, Jesús «alentó la esperanza de la Iglesia al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo» de la Iglesia, cuando se manifiesto en su gloria. La visión ofrecida a los Apóstoles contiene las primicias de aquélla en la que «Ve a Cristo tal cual es». La Eucaristía nos prepara, ya desde ahora, a «transformarnos en la imagen del Hijo, cuya gloria nos ha manifestado».
Algunos Santos Padres aportan una curiosa interpretación a la Transfiguración. Jesús, dicen, siempre estaba transfigurado, su divinidad irradiaba siempre a través de la envoltura de la naturaleza humana, su rostro siempre estaba resplandeciente--"ese halo luminoso que despiden las almas más santas"--, pero los discípulos, enredados en problemas de preeminencias, enfrascados en pequeños detalles, mezclados entre las multitudes, entretenidos en pequeñas cosas, no podían vislumbrar el brillo del rostro de Jesús.
Bastó que dejaran el espesor del valle, que subieran a la montaña, que dejaran aparte sus minúsculas preocupaciones, que se purificaran los ojos, que miraran más fijamente, sin estorbos, al rostro de Jesús, para que descubrieran el fulgor de su mirada, el rostro siempre radiante de Jesús.
Dice un autor que si el hombre mirara con frecuencia al cielo, acabarían naciéndole alas. Y otro más prosaico afirma que al que sólo mira al suelo le salen cuatro patas. Pero Dios nos dio los ojos para mirar a lo alto.