"Enterrad este mi cuerpo donde queréis, ni os preocupe más su cuidado. Una sola cosa os pido, que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde os hallareis". Así decía poco antes de morir a sus hijos y demás deudos aquella mujer que fue Santa Mónica, modelo de esposas, madres, suegras y nueras.
Y su ínclito hijo, el Doctor de Hipona, San Agustín, escribió en sus Confesiones: "Yo le cerré los ojos. Una inmensa tristeza inundó mi corazón presto a enmudecer en lágrimas, pero mis ojos, bajo el mandato imperioso de mi voluntad, las contenían hasta el punto de secarse... La muerte de mi madre no tenía nada de lastimoso y no era una muerte total: la pureza de su vida lo atestiguaba, y nosotros lo creíamos con una fe sincera y por razones seguras" (Conf. IV, 9-11).
Nació en Tagaste al final del imperio Romano, de padres ricos pero venidos a menos. Eran cristianos y la educaron en la fe en Jesucristo, pero quien más influyó en su educación fue una criada que ya había educado a su mismo padre, lo que indica la gran influencia que como ama de casa tenía en aquella familia.
A los veinte años contrae matrimonio con Patricio, que era de noble familia también, pero venida a menos. Era pagano y de temperamento muy violento. Las pasiones bullían en su corazón y en su cuerpo. Mónica es lo contrario: modesta, suave, recatada... Mónica supo ganarse su afecto y conducirlo hacía el bautismo un año antes de morir (371).
A los veinte años tiene el primer hijo: Agustín. Después le seguirán dos hermanitos más Navigio y Perpetua. Navigio no abandonará nunca a su madre. Perpetua se casa y queda viuda muy pronto. Cuando su hermano Agustín sea ya sacerdote ingresará en un convento de Africa donde pasará toda su vida.
Las lágrimas gruesas y frecuentes de Mónica eran para y por su hijo Agustín. Ella le veía ricamente adornado por el Señor, pero caminando por desvíos peligrosos. Le seguía a todas partes. Pone ante él cuantos medios puede para que le llegue su conversión... Y por fin salta de gozo "aquella noche en la que yo me partí a escondidas; y ella se quedó orando y llorando", dice el protagonista Agustín. Sus lágrimas dieron su fruto. Cuando tenía 56 años y Agustín 33 tiene el inmenso consuelo de verle hecho cristiano y camino de la santidad.
La conversión de éste la colmó de una alegría inmensa. Seguidamente Agustín decidió volver a Africa, y llegaron ambos al puerto de Ostia para embarcarse desde él. Allí fue donde, un día, madre e hijo en el transcurso de una conversación, se sintieron tan cerca de Dios de pronto, tan desligados de la tierra, que Mónica llamó a la muerte con sus deseos. Cinco días más tarde caía enferma y pronto moriría (387). Contaba cincuenta y cinco años.
El poema de Edwin Markham «Más listos» podría fácilmente describir la relación entre Santa Mónica y su hijo San Agustín. Aunque Agustín fue educado como cristiano, nunca fue bautizado. De joven, vivió con su concubina, que tuvo un hijo suyo, pero para consternación de su madre él no tenía interés en casarse.
A lo largo de los años, ella oró, ayunó, engatusó, imploró y suplicó a su hijo que cambiase su modo de ser.
Como cabría esperar, Agustín no llevaba bien el importunio de su Madre. Una vez que partía para Roma desde su hogar en el Norte de África, mintió acerca del momento de partir y marchó sin que lo supiera su madre. Sin embargo, subestimó a Mónica. Ella cogió otro barco y lo siguió. De hecho, ella siguió los pasos de Agustín hasta que finalmente éste se convirtió. Por muchos círculos que él trazó para dejarla fuera, ella fue igual de rápida en trazar otro círculo de amor más grande que le volvía a incluir.
OTROS SANTOS: Cesareo, Licerio, Siaprio. Juan, Narmo, Licerio, Rufo, obispos; Eulalia, virgen; Marcelino, Serapión, Antusa, Manea, Juan, Serapión, Pedro, mártires; Margarita, viuda; Pemón, anciano.